Luis Rojas Marcos, nació en Sevilla en 1943. En 1968 emigró a Nueva York, donde reside desde entonces, y se dedica a la psiquiatría, la investigación y la salud pública.
«La cantidad y calidad de nuestra autoestima es algo esencialmente íntimo, personal y subjetivo.
La intimidad de la autoestima se refleja en el hecho de que la gran mayoría de los hombres y las mujeres, mayores y pequeños, prefieren mantener la consideración y el aprecio o rechazo de sí mismos en privado, cuando no en secreto. Cómo se valoran es un tema del que no suelen hablar, sobre todo si la valoración es razonablemente positiva y se gustan.
La autoestima es algo personal en el sentido de que cada uno construye el concepto de su «yo» con distintos ingredientes. Recuerdo que hace unos meses estaba cenando en casa de unos buenos amigos y surgió en la conversación el tema de la autoestima. Aproveché la ocasión para preguntarle a su simpática y habladora hija Anya, de doce años, que nos acompañaba: «¿A ver, Anya: del cero al diez, en cuánto te valoras a ti misma?». La pequeña se concentró unos segundos y me respondió sin vacilar: «Un nueve». «¿Y por qué un número tan alto?», insistí. A lo que ella me respondió con una expresiva sonrisa y los ojos bien abiertos: «Mira, Luis, tengo unos padres que me quieren, voy a un colegio estupendo, soy bastante lista y cuando estudio saco buenas notas». Después de una pausa, añadió: «¡Ah!, y estoy viva». La verdad es que me sorprendió la facilidad con la que Anya identificó los ingredientes de su fórmula de la autoestima. Días después le hice una pregunta similar a Jennifer, una niña de la misma edad, hija de otros amigos: «¿Para ti y tus compañeras de colegio, qué cosas son las más importantes a la hora de sentiros bien con vosotras mismas?». Su respuesta fue inmediata: «Ser guapa, tener éxito entre las chicas y los chicos».
Al ser un fenómeno tan íntimo y personal, el estudio de la autoestima casi siempre está impregnado de subjetividad. La verdad es que todos enjuiciamos y explicamos nuestro mundo y el mundo de los demás a nuestra manera o, como asegura el viejo refrán, «cada cual cuenta la feria según le va en ella». Nuestras experiencias pasadas, nuestros valores y nuestras expectativas moldean nuestras opiniones, especialmente sobre ideas abstractas o temas tan emocionalmente cercanos e importantes para nosotros como la propia valoración de lo que somos.
Gracias a la facultad de poder distanciarnos mentalmente de nosotros mismos y actuar simultáneamente de protagonistas y de espectadores, podemos estudiarnos y conocernos mejor.
La mayoría de la gente capta en algún momento la utilidad de observarse razonablemente a sí mismas y de conocerse lo suficiente. Se dan cuenta de los beneficios y las ventajas que aporta saber cuáles son los sentimientos y conductas que les hacen sufrir y los que les hacen sentirse dichosas. Es de sentido común que cuanto más sepamos de nosotros mismos más fácil nos resultará identificar correctamente los talentos naturales o rasgos de nuestra personalidad que nos conviene cultivar y practicar, y las peculiaridades que debemos minimizar o eliminar. El conocimiento de cómo somos nos aporta una visión realista de nuestras aptitudes y defectos, y aumenta las probabilidades de acertar en las relaciones con los demás y en las ocupaciones. Todos necesitamos encontrar y aprender a utilizar nuestras herramientas naturales físicas, psicológicas y sociales para poder adaptarnos a los cambios, superar las adversidades, y forjar y dirigir razonablemente nuestro programa de vida.
Hasta hace poco más de un siglo no se concedía gran importancia a los vínculos afectivos entre padres e hijos. Después de todo, la niñez era considerada una etapa breve de la vida, regulada por fuerzas puramente físicas. Un reflejo de esta visión materialista de los pequeños era el hecho de que en todas las sociedades estaba permitido abandonar a los hijos indeseados. Los niños carecían de derechos. Eran propiedades, objetos útiles que contribuían a la estabilidad del hogar trabajando desde los siete u ocho años. A principios del siglo XX la percepción de los lazos entre progenitores y sus descendientes pequeños cambió, gracias al interés de algunos científicos en investigar los procesos mentales que rigen el desarrollo saludable de los seres humanos.
Hoy sabemos que el sano crecimiento de los niños requiere como mínimo la satisfacción continuada de tres necesidades esenciales: seguridad, afecto y estímulo apropiado a su edad.
Los pequeños necesitan sentirse seguros y confiar en que van a comer cuando tienen hambre, a descansar cuando están cansados, a estar confortables y a ser protegidos de las inclemencias del ambiente o de las agresiones externas. Además, necesitan crecer en un ambiente cargado de afecto y calor humanos. Asimismo, requieren poder intercambiar con otras personas estímulos sensoriales y percibir sensaciones apropiadas para su edad, a través de sus cinco sentidos.
En la actualidad nadie duda de que la conexión afectiva con otras personas moldea de forma determinante el concepto de sí mismos que, a medida que crecen, han de desarrollar los niños.
Las criaturas progresan más cuando están rodeadas de personas responsables y cariñosas que, además, les demuestran y expresan claramente sus sentimientos de aprecio y aceptación con gestos y palabras sencillas que acaparan su atención. Está demostrado que hablar a los bebés durante los primeros doce meses tiene un efecto muy positivo a largo plazo en su aptitud para entender sus emociones y explicar las situaciones que les afectan. De hecho, cuantas más palabras pronunciadas en tono afirmativo por un adulto cariñoso e interesado escuche el bebé, mejor desarrollará el pequeño sus capacidades de razonar y de relacionarse con los demás.
A los pocos meses, los pequeños conectan emocionalmente con sus cuidadores, tratan de complacerles y se inquietan si perciben en ellos impaciencia, dolor o enfado.
Paso a paso los niños perciben y catalogan los rasgos básicos de su personalidad: si son miedosos, alegres, tímidos, activos o valientes. Aunque la falta de vocabulario no interfiere con la percepción de los aspectos fundamentales del propio carácter, en general los pequeños usan adjetivos que han aprendido de las personas de su alrededor. Por esta razón, es importante evitar darles mensajes confusos o incongruentes. Por ejemplo, la madre que grita al pequeño, o incluso le da un suave azote por haberse orinado encima, mientras le dice: «Te pego porque te quiero», o le compra caramelos diariamente y al mismo tiempo le riñe cuando el niño se los pide.
A partir de los dieciocho meses comienzan a florecer en los niños la capacidad para distinguir sus habilidades de sus limitaciones y la aptitud para comportarse como seres sociales, comunicarse, relacionarse y hacer a otros partícipes de su mundo. Hacia los cuatro años los pequeños ya refuerzan su identidad con expresiones como «yo mismo» o «mí mismo», y captan que pueden ser objeto de sus propias acciones, como «vestirse» o «peinarse». Adquieren habilidad para construir una narrativa particular de sí mismos. También pueden codificar los recuerdos personales importantes que formarán las semillas de su autobiografía.
Entre los siete y los ocho años los niños notan e identifican los conflictos o tensiones que a menudo se producen entre sus deseos y sus comportamientos, o entre lo que les gustaría hacer y lo que piensan que deberían hacer. Por ejemplo, sienten un fuerte impulso para satisfacer un capricho inmediato, pero deciden controlarse, con el fin de conseguir una recompensa o reconocimiento posterior; o rompen el principio de la verdad y optan por decir una mentira, con el fin de evitar un castigo o un disgusto. No mucho más tarde comienzan a percatarse de que existen actos reflexivos mentales como dominarse, criticarse o autoengañarse.
La calidad de los cuidados y atenciones que durante la infancia establecen los progenitores con sus hijos tiene un impacto capital en el concepto que los niños forjan de sí mismos. En general, los padres que son cariñosos, que apoyan a los pequeños, que los escuchan y los respetan, que al mismo tiempo los guían y establecen normas de conducta y objetivos claros, razonables y alcanzables, tienden a imbuir en los niños una opinión favorable de sí mismos y a alimentar en ellos la confianza, el sentido de competencia, la responsabilidad y la predisposición a enfrentarse con retos nuevos. El trato opuesto alimenta la inseguridad, la culpabilidad y el sentimiento de inferioridad, además de reforzar el círculo vicioso de «no soy bueno, voy a fracasar; por lo tanto, ¿para qué intentarlo?».
Es un hecho irrefutable que un entorno familiar entrañable, protector y estimulante facilita en todas las criaturas la formación de una representación mental saludable de sí mismas, la sensación gratificante de pertenencia a un grupo y la empatía, esa excelente aptitud para ponerse con afecto y comprensión en las circunstancias ajenas. Por el contrario, condiciones nocivas de aborrecimiento, incertidumbre y abandono tienden a fomentar en los menores la suspicacia hacia los otros, el pesimismo, el aislamiento afectivo y, en definitiva, la infelicidad. Estos desafortunados pequeños se sienten indeseados e indefensos en un mundo que perciben cargado de rechazo y hostilidad. Los ambientes familiares perniciosos alteran la capacidad de los niños para desarrollar los sentimientos y conductas que ayudan a configurar una imagen positiva de sí mismos. El conocido psicólogo Erik H. Erikson (1902-1994) describió un interesante ciclo de la vida con fases consecutivas, durante las cuales adquirimos los atributos fundamentales que nos ayudan a sentirnos satisfechos con nosotros mismos: confianza, autonomía, iniciativa, intimidad, productividad e identidad. Según Erikson, las experiencias dañinas de la infancia y la adolescencia nutren las raíces de la desconfianza, la desidia, la confusión de identidad y la desesperanza.
La posibilidad de forjar una idea favorable de sí mismos es inevitablemente sombría para los niños atrapados en hogares inestables o violentos. Las experiencias de abusos continuados socavan en las criaturas los principios que dan sentido a la vida, minan la confianza, erosionan su capacidad de adaptación y destruyen el sentimiento de conexión con el mundo circundante. Los pequeños maltratados se enfrentan con retos durísimos: deben sobrevivir a un ambiente impregnado de crueldad y, simultáneamente, tienen que encontrar la forma de convivir con sus verdugos. Buscan temerosos un mínimo de seguridad y tratan de mantener el dominio de sí mismos en situaciones de total indefensión. Incapaces de protegerse o de eludir a sus explotadores, se someten, se desconectan del mundo y se distancian de la realidad hasta perder el sentido de quiénes son. Lo que es peor, la mayoría de estos niños y niñas terminan por culpabilizarse a sí mismos, convencidos de que la causa de su precaria situación es su propia maldad innata.
Son innumerables las investigaciones que demuestran el decisivo impacto de las experiencias traumáticas durante la infancia en el desarrollo del cerebro y, más tarde, su incidencia en trastornos emocionales crónicos como la ansiedad, los ataques de pánico, las adicciones, la depresión y hasta el suicidio.
En mi opinión, y no me canso de repetirlo, el derecho de nacimiento de todas las criaturas implica el crecimiento libre de abusos y crueldades. A la hora de fomentar en los niños un concepto sano y positivo de sí mismos, no hay nada más eficaz que lograr la convicción en la sociedad de que lo más importante es proteger su espíritu y su dignidad, y satisfacer su necesidad de amor. El amor satisfecho fomenta la confianza, la bondad, la competencia, la capacidad para ser felices, y la autoestima saludable.
La conexión entre relaciones y autoestima es de doble dirección. Casi todas las personas que gozan de la capacidad para forjar y mantener buenas relaciones consideran que estos vínculos afectivos constituyen un componente fundamental del concepto de sí mismas y suman puntos a su autovaloración. Al mismo tiempo, las personas con una autoestima saludable suelen conectarse mejor y desarrollar buenas relaciones con los demás y se sienten más seguras y confiadas en situaciones de intimidad que quienes se infravaloran o que aquellas cuyas altas autovaloraciones están basadas en cualidades narcisistas de dominio y de poder sobre los demás.
Muchas personas son conscientes de que las relaciones gratificantes protegen su autoestima en momentos bajos o de gran vulnerabilidad. Está de sobra demostrado que desde la infancia hasta el último día de la vida las buenas relaciones afectivas constituyen el mejor antídoto contra las consecuencias nocivas de cualquier amenaza contra la propia identidad. La cohesión familiar, el amor de pareja, el espíritu fraternal y el «idealismo solidario» son factores protectores del «yo». La unión con nuestros compañeros de vida constituye un remedio eficacísimo contra todo tipo de adversidad, sea un fracaso personal, una grave enfermedad, la pérdida de un ser querido, un desastre natural, un percance imprevisto o una agresión cruel, física o mental. Los individuos que se sienten genuinamente vinculados a otros seres cercanos superan los retos y escollos que les plantea la vida mejor y más rápidamente que quienes no cuentan con el soporte emocional de algún semejante.
Ala hora de averiguar si una persona es dichosa, no nos ayuda saber si es hombre o mujer, casada o soltera, viuda o divorciada, si vive holgadamente o pasa apuros, ni si es físicamente atractiva o de apariencia corriente. Tampoco nos ayuda conocer si es muy inteligente o de intelecto ordinario, si es nativa o inmigrante, si tiene quince o setenta años, o si es abogado o fontanero. La mejor pista para acertar es saber en qué medida goza de una alta, saludable y constructiva autovaloración de sí misma.
La relación entre la dicha y la autoestima es una relación de compañía en la que la felicidad siempre va de la mano de la autoestima saludable, pero la buena autoestima también puede acompañar a personas que no son felices por causa de desgracias imponderables.
Con todo, lo normal es que una autoestima favorable, basada en el sentido de control sobre la propia vida y la capacidad para adaptarse a los cambios y superar los reveses, suponga una cuasigarantía de felicidad para cualquiera. Por todo esto, entender las claves de la autoestima, su construcción, sus ingredientes y su papel en nuestra satisfacción con la vida en general es una inversión muy segura y muy rentable. A fin de cuentas, ¿hay algo más determinante en nuestra vida que cómo nos sentimos con nosotros mismos?».
(Fragmentos de La autoestima. Nuestra fuerza secreta, de Luis Rojas Marcos)
Rojas Marcos, en 1992 fue nombrado jefe de los Servicios de Salud Mental, Alcoholismo y Drogodependencias del municipio neoyorquino. Desde 1995 hasta 2002 dirigió el Sistema de Sanidad y Hospitales Públicos de Nueva York y miembro de la Academia de Medicina de esta ciudad.
Es Doctor Honoris Causa por las universidades de Ramón Llull (2013), del País Vasco (2014) y de Burgos (2015). Miembro de honor de la Sociedad Española de Psiquiatría, Rojas Marcos es Académico de Honor de la Real Academia de Medicina de Sevilla (2011).
En 2013, Rojas Marcos recibió el Premio Gabarrón Internacional de Ciencia e Investigación “por sus investigaciones durante cuatro décadas en el campo de la Psiquiatría y sus contribuciones a la ciencia y a la sociedad”. En 2016 la Fundación MAPFRE le concedió el Premio a la Mejor Iniciativa en Promoción de la Salud por el programa “Abandonados en las calles de la ciudad: Proyecto Ayuda.”
En la actualidad, Rojas Marcos compagina su labor académica como profesor de Psiquiatría de la Universidad de Nueva York con la gestión, como director ejecutivo, de Médicos Afiliados de Nueva York (PAGNY), la organización sin ánimo de lucro compuesta de 3.500 médicos y profesionales de la salud que prestan sus servicios en seis hospitales públicos y en las diez cárceles de la ciudad.
Entre sus obras destacan La pareja rota, Las semillas de la violencia (Premio Espasa Ensayo), La fuerza del optimismo, La Autoestima y Todo lo que he aprendido.