«¿Quién soy yo? Soy un psicólogo cuyo principal interés, durante muchos años, ha sido la psicoterapia. ¿Qué significa esto? No intento aburrirlos con una enumeración de mis trabajos, pero citaré unos párrafos del prefacio a mi libro Psicoterapia centrada en el cliente, para expresar de manera subjetiva lo que éste significa para mí. Mi propósito consistía en transmitir al lector algún sentimiento sobre el tema del libro, y escribí: “¿De qué trata este libro? Intentaré dar una respuesta que en alguna medida, transmita la experiencia viva que el libro pretende ser.”
“Esta obra se refiere al sufrimiento y a la esperanza, a la ansiedad y a la satisfacción que llenan el consultorio de cada terapeuta. Se refiere a la unicidad de la relación que cada terapeuta establece con cada cliente e igualmente a los elementos comunes que descubrimos en todas estas relaciones. Se refiere también a las experiencias altamente personales de cada uno de nosotros. Trata acerca del cliente que en mi consultorio se sienta en un extremo del escritorio, luchando por ser él mismo, y sin embargo mortalmente temeroso de serlo; esforzándose por ver su experiencia tal como es, deseando ser esa experiencia, pero muy temeroso ante esa perspectiva. El libro trata acerca de mí mismo, sentado allí ante ese paciente, cara a cara y participando de su lucha con toda la sensibilidad y profundidad de que soy capaz. Trata acerca de mí en tanto me esfuerzo por percibir su experiencia y el significado, el sentido, el sabor que tiene para él. Trata de mí en la medida en que deploro mi falibilidad humana en la comprensión de ese cliente, y mis fracasos ocasionales en ver la vida tal como aparece para él, fracasos que caen pesadamente sobre la intrincada, delicada trama de su crecimiento. Se refiere a mí, en los momentos en que disfruto del privilegio de traer al mundo una nueva personalidad; cuando me aparto con respeto ante la emergencia de un yo, de una persona; cuando observo el proceso de un nacimiento en el que he desempeñado un papel importante y facilitador. Se refiere tanto al paciente como a mí en tanto observamos maravillados las fuerzas potentes y armónicas que se manifiestan en esta experiencia total, fuerzas que parecen profundamente arraigadas en el universo como un todo. Creo que el libro se refiere a la vida, en la medida en que ésta se revela vívidamente en el proceso terapéutico, con su ciego poder y su tremenda capacidad de destrucción, pero con su impulso sobrecompensador hacia el crecimiento, cuando se dan las condiciones propicias”».
«Pero me gustaría transmitirles algunas de las cosas que he aprendido en las miles de horas que empleé trabajando en contacto íntimo con individuos que sufren.
Quisiera aclarar que se trata de enseñanzas que han sido significativas para mí. No sé si serán lo mismo para ustedes ni tampoco deseo proponerlas como guía para otros. Sin embargo, he aprendido que toda vez que una persona se mostró deseosa de comunicarme algo acerca de sus tendencias internas, esto me ha resultado útil, aunque sólo fuese para advertir que las mías son diferentes. Es con esta intención que ofrezco mis experiencias. En cada caso pienso que ellas formaban parte de mis actos y convicciones internas mucho tiempo antes de que las hiciera conscientes. Sin duda alguna, se trata de experiencias dispersas e incompletas. Sólo puedo decir que para mí fueron muy importantes y siguen siéndolo. Continuamente las repito y vuelvo a extraer alguna enseñanza. Sin embargo, con frecuencia no logro actuar de acuerdo con ellas, cosa que luego lamento. A menudo no puedo reconocer situaciones nuevas en las que podría aplicarlas.
Estas enseñanzas no son inmutables; siempre se modifican. Algunas parecen adquirir mayor importancia, otras quizá resulten menos importantes ahora que en un comienzo, pero todas son significativas, al menos para mí.
Presentaré cada una de ellas con una frase u oración que transmita algo de su sentido particular. Luego la desarrollaré brevemente. No he seguido en su exposición ningún orden especial, pero cabe señalar que las primeras se refieren sobre todo a las relaciones con los demás. Las siguientes, en cambio, corresponden al ámbito de los valores y convicciones personales.
Podría iniciar esta serie de enseñanzas significativas con un enunciado negativo. En mi relación con las personas he aprendido que, en definitiva, no me resulta beneficioso comportarme como si yo fuera distinto de lo que soy*: mostrarme tranquilo y satisfecho cuando en realidad estoy enojado y descontento; aparentar que conozco las respuestas cuando en verdad las ignoro; ser cariñoso mientras me siento hostil; manifestarme aplomado cuando en realidad siento temor e inseguridad. He descubierto que esto es cierto aun en los niveles más simples. No me ayuda aparentar bienestar cuando me siento enfermo.
Lo que quiero decir es, en otras palabras, que en mis relaciones con la gente he podido comprobar que no es útil tratar de aparentar, ni actuar exteriormente de cierta manera cuando en lo profundo de mí mismo siento algo muy diferente. Nada de esto me ayuda a lograr relaciones positivas con individuos. Quisiera aclarar que, a pesar de haber aprendido esto, no siempre he podido aprovechar esta enseñanza de modo adecuado. En realidad, pienso que la mayoría de los errores que cometo en mis relaciones personales —es decir, la mayor parte de los casos en que no logro ser útil a otros individuos— pueden explicarse por el hecho de que, a causa de una actitud defensiva, me comporto de una manera superficial y opuesta a mis verdaderos sentimientos.
La segunda enseñanza puede expresarse en los siguientes términos: Soy más eficaz cuando puedo escucharme con tolerancia y ser yo mismo. Con el transcurso de los años he adquirido una mayor capacidad de autoobservación que me permite saber con más exactitud que antes lo que siento en cada momento: puedo reconocer que estoy enojado o que experimento rechazo hacia esta persona, que siento calidez y afecto hacia este individuo, que estoy aburrido y no me interesa lo que está pasando, que estoy ansioso por comprender a este individuo o que mi relación con determinada persona me produce ansiedad y temor. Todas estas actitudes son sentimientos que creo poder identificar en mí mismo. En otras palabras, creo que soy más capaz de permitirme ser lo que soy. Me resulta más fácil aceptarme como un individuo decididamente imperfecto, que no siempre actúa como yo quisiera.
Quizás este punto de vista pueda resultar bastante extraño para algunas personas. Sin embargo, lo considero valioso a causa de que, paradójicamente, cuando me acepto como soy, puedo modificarme. Creo que he aprendido esto de mis pacientes, así como de mi propia experiencia: no podemos cambiar, no podemos dejar de ser lo que somos, en tanto no nos aceptemos tal como somos. Una vez que nos aceptamos, el cambio parece llegar casi sin que se lo advierta.
Otro resultado que parece surgir del hecho de aceptarse tal como uno es, consiste en que sólo entonces las relaciones se tornan reales. Las relaciones reales son atractivas por ser vitales y significativas, Si puedo aceptar el hecho de que este cliente o estudiante me hace sentir molesto o me provoca aburrimiento, podré aceptar con mayor facilidad los sentimientos con que me ha de corresponder. También puedo aceptar la experiencia y la modificación de los sentimientos que surgirán en ambos como consecuencia. Las relaciones reales no permanecen estáticas, sino que tienden a ser cambiantes.
Por consiguiente, me resulta útil permitirme ser yo mismo en mis actitudes; conocer el límite de mi resistencia o mi tolerancia, saber cuándo deseo moldear o manejar a la gente, y aceptarlo como un hecho en mí mismo. Me gustaría poder aceptar estos sentimientos con la misma facilidad con que acepto los de interés, calidez, tolerancia, amabilidad y comprensión, que también constituyen una parte muy real de mí mismo. Sólo cuando acepto todas estas actitudes como un hecho, como una parte de mí, mi relación con la otra persona llega a ser lo que es y puede crecer y cambiar más fácilmente.
Llegamos ahora a una enseñanza capital, que ha tenido gran significación para mí. Puedo expresarla en los siguientes términos: He descubierto el enorme valor de permitirme comprender a otra persona. La manera en que he formulado esta afirmación puede resultarles extraña. ¿Es necesario permitirse conocer a otro? Pienso que efectivamente es así. Nuestra primera reacción ante las afirmaciones que oímos de otras personas suele ser una evaluación inmediata o un juicio más que un intento de comprensión. Cuando alguien expresa un sentimiento, una actitud o creencia, tendemos a pensar: “Está en lo correcto”; o “Es una tontería”; “Eso es anormal”; “No es razonable”; “Es incorrecto”; “Es desagradable”. Muy pocas veces nos permitimos comprender exactamente lo que su afirmación significa para él. Pienso que esto se debe a que comprender es arriesgado. Si me permito comprender realmente a otra persona, tal comprensión podría modificarme, y todos experimentamos temor ante el cambio. Por consiguiente, como ya dije antes, no es fácil permitirse comprender a un individuo, penetrar en profundidad y de manera plena e intensa en su marco de referencia. En efecto, esto es algo que ocurre con escasa frecuencia.
La comprensión es doblemente enriquecedora. Cuando trabajo con pacientes que sufren, descubro que la comprensión del extraño mundo del psicótico, el hecho de comprender y sentir las actitudes de una persona que piensa que la vida es demasiado trágica para ser soportada, comprender a un hombre que se siente un individuo despreciable e inferior, de alguna manera me enriquece. En estas ocasiones aprendo modificándome de modo tal que me torno una persona diferente, con mayor capacidad de dar. Quizá sea aun más importante el hecho de que mi comprensión de estos individuos les permite cambiar, aceptar sus propios temores y sus extraños pensamientos, sus sentimientos trágicos y sus desesperanzas, así como sus momentos de coraje, amabilidad, amor y sensibilidad. Su experiencia y la mía revelan que cuando un individuo comprende plenamente esos sentimientos puede aceptarlos con mayor facilidad en sí mismo. Entonces descubren que tanto ellos como sus sentimientos cambian. Se trate de una mujer que se siente manejada como un títere o de un hombre que piensa que nadie está tan solo y aislado de los demás como él, la comprensión de cualquier persona me resulta valiosa. Pero también, y esto es aun más importante, ser comprendido tiene un valor muy positivo para estos individuos.
Otra enseñanza que ha sido muy importante para mí es la siguiente: He descubierto que abrir canales por medio de los cuales los demás puedan comunicar sus sentimientos, su mundo perceptual privado, me enriquece. Puesto que la comprensión es muy gratificante, me gustaría eliminar las barreras entre los otros y yo, para que ellos puedan, si así lo desean, revelarse más plenamente.
En la relación terapéutica existen una serie de recursos mediante los cuales puedo facilitar al cliente la comunicación. Con mis propias actitudes puedo crear una sensación de seguridad en la relación que posibilite tal comunicación. Es necesario que el enfermo advierta que se lo ve tal como él mismo se ve, y que se lo acepta con sus percepciones y sentimientos.
Como docente también he observado que cuando puedo establecer canales a través de los cuales otros pueden brindarse, me enriquezco. Por esa razón, intento, aunque no siempre lo logre, crear en el aula un clima en el que puedan expresarse los sentimientos y en el que los alumnos puedan manifestar su desacuerdo con los demás y con el profesor. A menudo pido a los estudiantes que formulen por escrito sus opiniones personales con respecto al curso. Pueden decir de qué manera éste satisface o no sus necesidades, expresar sus sentimientos hacia el docente o señalar las dificultades con que tropiezan en sus estudios. Estas opiniones escritas no guardan relación alguna con la calificación. En ciertas ocasiones, una misma sesión de un curso es vivida de modos diametralmente opuestos por los distintos alumnos. Un estudiante dice: “Mi sensación acerca del clima de la clase es una indefinible repugnancia.” Otro, un estudiante extranjero, refiriéndose a la misma semana del mismo curso, manifiesta: “Nuestra clase sigue el mejor método de aprendizaje, el más fructífero y científico. Pero para la gente que, como nosotros, ha debido trabajar durante mucho tiempo con el método autoritario y magistral, este nuevo procedimiento resulta incomprensible. Nosotros estamos condicionados a escuchar al instructor, tomar apuntes pasivamente y leer la bibliografía indicada para los exámenes. No es necesario señalar que se necesita bastante tiempo para abandonar los hábitos adquiridos, aunque éstos sean estériles, infértiles e ineficaces”. Ha sido altamente gratificante poder abrirme para dar cabida a estos sentimientos tan diferentes.
He observado que esto se cumple también en los grupos que coordino o en los que soy considerado líder. Quiero reducir el temor o la necesidad de defensa, de modo tal que las personas puedan comunicar sus sentimientos libremente. Esto ha sido muy interesante y me ha llevado a una concepción totalmente nueva de lo que podría ser la dirección. Pero no puedo explayarme aquí con respecto a este tema.
En mi trabajo como asesor he aprendido aún otra cosa muy importante. Puedo expresarla muy brevemente: Me ha gratificado en gran medida el hecho de poder aceptar a otra persona. He descubierto que aceptar realmente a otra persona, con sus propios sentimientos, no es en modo alguno tarea fácil, tal como tampoco lo es comprenderla. ¿Puedo permitir a otra persona sentir hostilidad hacia mí? ¿Puedo aceptar su enojo como una parte real y legítima de sí mismo? ¿Puedo aceptarlo cuando encara la vida y sus problemas de manera muy distinta a la mía? ¿Puedo aceptarlo cuando experimenta sentimientos muy positivos hacia mí, me admira y procura imitarme? Todo esto está implícito en la aceptación y no llega fácilmente. Pienso que es una actitud muy común en nuestra cultura pensar: “Todas las demás personas deben sentir, juzgar y creer tal como yo lo hago”. Nos resulta muy difícil permitir a nuestros padres, hijos o cónyuges sentir de modo diferente al nuestro con respecto a determinados temas o problemas. No podemos permitir a nuestros clientes o alumnos que difieran de nosotros o empleen su experiencia de manera personal. En el plano de las relaciones internacionales no podemos permitir a otra nación que piense o sienta de modo distinto a como lo hacemos nosotros. Sin embargo, creo que estas diferencias entre los individuos, el derecho de cada uno a utilizar su experiencia a su manera y descubrir en ella sus propios significados es una de las potencialidades más valiosas de la vida. Cada persona es una isla en sí misma, en un sentido muy real, y sólo puede construir puentes hacia otras islas si efectivamente desea ser él mismo y está dispuesto a permitírselo. Por esa razón, pienso que cuando puedo aceptar a un individuo, lo cual significa aceptar los sentimientos, actitudes y creencias que manifiesta como una parte real y vital de sí mismo, lo estoy ayudando a convertirse en una persona, y a mi juicio esto es muy valioso.
La siguiente enseñanza que deseo enunciar puede resultar difícil de expresar. Es la siguiente: Cuanto más me abro hacia las realidades mías y de la otra persona, menos deseo “arreglar las cosas”. Cuando trato de percibirme a mí mismo y observar la experiencia que en mí se verifica, y cuanto más me esfuerzo por extender esa misma actitud perceptiva hacia otra persona, siento más respeto por los complejos procesos de la vida. De esa manera, va desapareciendo de mí cualquier tendencia a corregir las cosas, fijar objetivos, moldear a la gente o manejarla y encauzarla en la dirección que de otro modo querría imponerles. Experimento mayor satisfacción al ser yo mismo y permitir que el otro sea él mismo. Sé muy bien que esto puede parecer un punto de vista bastante extraño, casi “oriental”. ¿Cuál es el sentido de la vida si no pretendemos transformar a la gente? ¿Para qué vivir si no enseñamos a los demás las cosas que nosotros consideramos que deben aprender? ¿Qué objeto tiene la vida si no nos esforzamos por lograr que los demás piensen y sientan como nosotros? ¿Cómo puede alguien defender un punto de vista tan pasivo como el que yo sostengo? Estoy seguro de que las reacciones de muchos de ustedes incluyen actitudes como las que acabo de describir.
Sin embargo, el aspecto paradójico de mi experiencia consiste en que, cuanto más me limito a ser yo mismo y me intereso por comprender y aceptar las realidades que hay en mí y en la otra persona, tantos más cambios parecen suscitarse. Resulta paradójico el hecho de que cuanto más deseoso está cada uno de nosotros de ser él mismo, tantos más cambios se operan, no sólo en él, sino también en las personas que con él se relacionan. Esta es al menos una parte muy vívida de mi experiencia y también una de las cosas más profundas que he aprendido en mi vida privada y profesional.
A continuación expondré algunas otras enseñanzas que no se refieren a las relaciones entre los individuos, sino a mis propias acciones y valores. La primera de ellas es muy breve: Puedo confiar en mi experiencia. Una de las cosas básicas que tardé mucho tiempo en advertir, y que aún estoy aprendiendo, es que cuando sentimos que una determinada actividad es valiosa, efectivamente vale la pena. Dicho de otra manera, he aprendido que mi percepción de una situación como organismo total es más fidedigna que mi intelecto.
Durante toda mi vida profesional he seguido orientaciones que otros consideraron disparatadas y acerca de las cuales yo mismo experimenté ciertas dudas en diversas oportunidades. Sin embargo, jamás lamenté haber adoptado un camino que yo “sentía”, aunque a menudo en esos momentos me sintiera solo o tonto. He descubierto que siempre que confié en algún sentido interior no intelectual, mi decisión fue prudente. En realidad, he comprobado que toda vez que seguí un camino no convencional, porque me parecía correcto o verdadero, al cabo de cinco o diez años, muchos de mis colegas se unían a mí, y mi soledad llegaba a su fin.
A medida que aprendo a confiar más en mis reacciones como organismo total, descubro que puedo usarlas como guía de mis pensamientos. He llegado a sentir cada vez más respeto por esos pensamientos vagos que surgen en mí de tiempo en tiempo, y que “tienen el aire” de ser importantes. Me siento inclinado a pensar que estos presentimientos o pensamientos me llevarán a importantes hallazgos. Considero que esta actitud es un modo de confiar en mi experiencia total, de la que sospecho que es más sabia que mi intelecto. No me cabe duda acerca de su falibilidad, pero la creo menos falible que mi mente cuando ésta opera de manera aislada. Max Weber, hombre de temperamento artístico, expresa muy bien mi actitud cuando dice: “Al ejercer mi propio y humilde esfuerzo creativo, pongo mi confianza en lo que aún ignoro, y en lo que aún no he hecho.”
Con esta enseñanza se relaciona estrechamente el siguiente corolario: La evaluación de los demás no es una guía para mí. Aunque los juicios ajenos merezcan ser escuchados y considerados por lo que son, nunca pueden servirme de guía. Ha sido muy difícil para mí aprender esto. Recuerdo el impacto que sufrí en los primeros tiempos de mi carrera profesional, cuando un estudioso a quien juzgaba un psicólogo mucho más competente e informado que yo, intentó hacerme comprender el error que cometía al interesarme por la psicoterapia. Según él, jamás llegaría a ninguna parte, y como psicólogo nunca tendría siquiera la oportunidad de ejercer mi profesión.
En los años siguientes, en diversas oportunidades me ha sorprendido saber que, en opinión de algunas personas, soy un embaucador, alguien que ejerce la medicina sin autorización, el creador de una especie de terapia muy superficial y dañina, un buscador de prestigio, un místico y otras cuantas cosas similares. También me han perturbado en igual medida las alabanzas exageradas. Sin embargo, nada de esto me ha preocupado demasiado, porque he llegado a sentir que sólo existe una persona (al menos mientras yo viva, y quizá también después) capaz de saber si lo que hago es honesto, cabal, franco y coherente, o bien si es falso, hipócrita e incoherente: esa persona soy yo. Me complazco en recoger todo tipo de opiniones sobre lo que hago. Las críticas (amistosas y hostiles) y los elogios (sinceros o aduladores) son parte de esas pruebas. A nadie puedo ceder la tarea de sopesarlas y determinar su significado y utilidad.
Considerando la índole de lo que he dicho hasta ahora, es probable que la siguiente enseñanza no sorprenda a nadie: Mi experiencia es mi máxima autoridad. Mi propia experiencia es la piedra de toque de la validez. Nadie tiene tanta autoridad como ella, ni siquiera las ideas ajenas ni mis propias ideas. Ella es la fuente a la que retorno una y otra vez, para descubrir la verdad tal como surge en mí.
Ni la Biblia ni los profetas, ni Freud ni la investigación, ni las revelaciones de Dios o del hombre, nada tiene prioridad sobre mi propia experiencia directa.
Para decirlo en términos de los semánticos, mi experiencia es más confiable cuanto más primaria se torna. Según esto, la experiencia adquiere su máxima autoridad en el nivel ínfimo de su jerarquía. El grado de autoridad, por ejemplo, de las experiencias que enuncio a continuación aumenta siguiendo el orden en que las enuncio: leer una teoría de la psicoterapia, crear una teoría de la psicoterapia basada sobre mi trabajo con clientes y tener una experiencia psicoterapéutica directa con un cliente.
Mi experiencia no es confiable porque sea infalible. Su autoridad surge de que siempre puede ser controlada mediante nuevos recursos primarios. De este modo, sus frecuentes errores pueden ser siempre corregidos.
Ahora expondré otra enseñanza personal: Gozo al encontrar armonía en la experiencia. Me parece inevitable buscar el significado, el ordenamiento o las leyes de cualquier cuerpo de experiencia amplio. Este tipo de curiosidad, cuya prosecución encuentro altamente satisfactoria, me ha conducido a cada una de las grandes conclusiones a las que he arribado. Me llevó a buscar la armonía existente en todo lo que los clínicos hacían por los niños, y así surgió mi libro The Clinical Treatment of the Problem Child. Me indujo a formular los principios generales que, al parecer, eran eficaces en el campo de la psicoterapia, y esto a su vez me llevó a escribir varios libros y gran cantidad de artículos, a verificar la validez de los diversos tipos de leyes que creo haber descubierto en mi experiencia, a elaborar teorías que incluyeran el conjunto de conocimientos ya adquiridos y lo proyectaran hacia nuevos campos inexplorados, donde aún era necesario probar su aplicación.
De esta manera he llegado a encarar la investigación científica y la elaboración de teorías como procesos orientados hacia el ordenamiento interno de la experiencia significativa. La investigación es el esfuerzo persistente y, disciplinado que tiende a descubrir el sentido y el orden existentes en los fenómenos de la experiencia subjetiva. Se justifica por la satisfacción que depara percibir un mundo ordenado, y porque toda vez que comprendemos las relaciones armoniosas que regulan la naturaleza obtenemos resultados gratificantes.
De este modo he llegado a admitir que la razón por la que me dedico a investigar y teorizar reside en mi deseo de satisfacer mi búsqueda de orden y significado, que constituye una necesidad subjetiva. En ocasiones anteriores llevé a cabo mis investigaciones por otras causas: para satisfacer a otros, para convencer a adversarios y escépticos, para avanzar en mi profesión u obtener prestigio y por otras razones igualmente superficiales. Estos errores de apreciación, que se tradujeron en actitudes incorrectas sólo han servido para convencerme aún más de que la única razón sólida para desarrollar actividades científicas es la necesidad de descubrir el significado de las cosas.
Otra enseñanza que me ha resultado muy difícil aprender puede ser enunciada en pocas palabras: Los hechos no son hostiles. Siempre me ha llamado mucho la atención el hecho de que la mayoría de los psicoterapeutas, en particular los psicoanalistas, se rehusaron siempre a investigar científicamente su terapia o a permitir que otros lo hicieran. Puedo comprender esta reacción porque yo también la he sentido. En especial durante nuestras primeras investigaciones, recuerdo muy bien la ansiedad con que esperaba los resultados. ¿Y si nuestras hipótesis fueran refutadas? ¿Si nuestros enfoques fueran incorrectos? ¿Si nuestras opiniones no tuvieran fundamento? Cuando recuerdo esas épocas me parece que encaraba los hechos como enemigos potenciales, como posibles emisarios del desastre. Quizás he tardado en aprender que los hechos nunca son hostiles, puesto que cada prueba o dato que se pueda lograr, en cualquier especialidad nos permite acercarnos más a la verdad, y la proximidad a la verdad nunca puede ser dañina, peligrosa ni insatisfactoria. De esta manera, si bien aún me desagrada reajustar mi pensamiento y abandonar viejos esquemas de percepción y conceptualización, en un nivel más profundo he logrado admitir, con bastante éxito, que estas dolorosas reorganizaciones constituyen lo que se conoce como aprendizaje, y que, aun cuando resultan especialmente difíciles, siempre nos permiten ver la vida de manera más satisfactoria, es decir más exacta. Por consiguiente, en este momento los campos de pensamiento y especulación que más atrayentes me resultan son precisamente aquellos en que mis ideas favoritas aún no han sido verificadas por los hechos. Pienso que si puedo abrirme camino y explorar tales problemas, lograré una aproximación más satisfactoria a la verdad, y estoy seguro de que los hechos no me serán hostiles.
A continuación, quiero enunciar una enseñanza que ha sido sumamente gratificante, porque me hace sentir muy cerca de mis semejantes. Puedo expresarla de la siguiente manera: Aquello que es más personal es lo que resulta más general. Ha habido épocas en que, al hablar con estudiantes o colegas o al escribir, me he expresado de modo tan personal que me parecía que quizá nadie más que yo podría comprender mi actitud, por ser ésta tan singularmente mía. Dos ejemplos de esto último son el prefacio al libro Psicoterapia centrada en el cliente —que los editores consideraron inapropiado—, y un artículo titulado “Persons or Science”. En estos casos, invariablemente descubrí que aquellos sentimientos que me parecían íntimos y personales, y en consecuencia, más incomprensibles para los demás, lograban hallar resonancia en muchas otras personas. Por esta razón creo que, si es expresado y compartido, lo más personal y singular de cada uno de nosotros puede llegar más profundamente a los demás. Esto me ha ayudado a comprender a los artistas y poetas, que son individuos que se han atrevido a expresar lo que en ellos hay de original.
Hay una enseñanza profunda que quizá sea la base de todas las que he enunciado hasta ahora. Me ha sido inculcada por los veinticinco años que pasé tratando de ser útil a los individuos que sufren: La experiencia me ha enseñado que las personas se orientan en una dirección básicamente positiva. He podido comprobar esto en los contactos más profundos que he establecido con mis clientes en la relación terapéutica, aun con aquellos que padecen problemas muy inquietantes o manifiestan una conducta antisocial y parecen experimentar sentimientos anormales. Cuando puedo comprender empáticamente los sentimientos que expresan y soy capaz de aceptarlos como personas que ejercen su derecho a ser diferentes, descubro que tienden a moverse en ciertas direcciones. ¿Cuáles son estas direcciones? Las palabras que, a mi juicio, las describen de manera más adecuada son: positivo, constructivo, movimiento hacia la autorrealización, maduración, desarrollo de su socialización. He llegado a sentir que cuanto más comprendido y aceptado se siente un individuo, más fácil le resulta abandonar los mecanismos de defensa con que ha encarado la vida hasta ese momento y comenzar a avanzar hacia su propia maduración.
No me gustaría que se me comprendiera mal en este aspecto. No ignoro el hecho de que la necesidad de defenderse y los temores internos pueden inducir a los individuos a comportarse de manera increíblemente cruel, destructiva, inmadura, regresiva, antisocial y dañina. Sin embargo, uno de los aspectos más alentadores y reconfortantes de mi experiencia reside en el trabajo con estos individuos, que me ha permitido descubrir las tendencias altamente positivas que existen en los niveles más profundos de todas las personas.
Permítaseme poner fin a esta larga enumeración con una última enseñanza que puede enunciarse brevemente: La vida, en su óptima expresión, es un proceso dinámico y cambiante, en el que nada está congelado. En mis clientes y en mí mismo descubro que los momentos más enriquecedores y gratificantes de la vida no son sino aspectos de un proceso cambiante. Experimentar esto es fascinante y, al mismo tiempo, inspira temor. Cuando me dejo llevar por el impulso de mi experiencia en una dirección que parece ser progresiva hacia objetivos que ni siquiera advierto con claridad, logro mis mejores realizaciones. Al abandonarme a la corriente de mi experiencia y tratar de comprender su complejidad siempre cambiante, comprendo que en la vida no existe nada inmóvil o congelado. Cuando me veo como parte de un proceso, advierto que no puede haber un sistema cerrado de creencias ni un conjunto de principios inamovibles a los cuales atenerse. La vida es orientada por una comprensión e interpretación de mi experiencia constantemente cambiante. Siempre se encuentra en un proceso de llegar a ser.
Confío en que ahora será posible comprender con mayor claridad la razón por la cual no he abrazado una filosofía ni un sistema de principios que pretenda imponer a los demás. Sólo puedo intentar vivir de acuerdo con mi interpretación del sentido de mi experiencia, y tratar de conceder a otros el permiso y la libertad de desarrollar su propia libertad interna, y en consecuencia, su propia interpretación de su experiencia personal.
Si la verdad existe, la convergencia hacia ella estará determinada, a mi juicio, por este proceso de búsqueda libre e individual; en un sentido limitado, esto también forma parte de mi experiencia».
(En Carl R. Rogers (1981): El proceso de convertirse en persona, Barcelona, Paidós.).
* La negrita en los fragmentos escogidos es mía, no aparece en el original.
Más información sobre Carl R. Rogers y la Psicología Humanista:
https://es.wikipedia.org/wiki/Carl_Rogers
https://es.wikipedia.org/wiki/Psicolog%C3%ADa_humanista
https://es.wikipedia.org/wiki/Psicolog%C3%ADa_humanista